Revolución.
Cambio.
Son dos palabras que, desde los acontecimientos vividos en Túnez, no dejan de sonar en mi cabeza. No, no penséis mal. Me explico. Los días que pasé allí en Túnez, alejado de nuestra inmunda política, pude ver desde la lejanía que no somos más que un país de putas y panderetas (o cabrones y zambombas, como se quiera ver).
Cuando la noche en la que salí de Túnez, donde la agitación era palpable y el nerviosismo se podía cortar en el aire, y llegué a Barajas y salí a la calle, donde una calma mayestática envolvía la capital (sí, habéis leído bien: calma, en la capital, en comparación al ‘ruido’ que acababa de pasar), donde, al llegar a la Estación de Atocha, después de 48 horas sin dormir, la ‘guardia de seguridad’ no te dejaba dormir en la sala de espera del tren por ser una ‘imagen improcedente’, donde al llegar a casa solo descubro (de nuevo) que lo único que preocupa a este país es el Gran Hermano, las tapas y el fútbol; solo entonces me di cuenta de que, ya no las generaciones que me sacan veinte años, sino el resto de los españoles, la juventud y los que estamos en ese umbral entre la juventud y la madurez, estamos totalmente apagados, aletargados, azombinados.